La foto de un chico, balón en mano, enfundado en la camiseta de su club que abandona la ciudad, mirando el horizonte sin esperanzas, abatido, defraudado, tipifica el momento actual del fútbol nacional.
Son mercenarios los dirigentes de algunos clubes, como los son los futbolistas.
Estos últimos confiesan amor eterno a un equipo, para luego engrosar filas rivales y besar con apasionamiento su uniforme. Los hinchas traicionados.
Los propietarios de los clubes sin rubor exponen su predilección por el dinero y el negocio, cambiando el éxtasis de una tribuna, donde están los seguidores, por la soledad de un estadio, donde el dinero compra una pasión.
El propósito es ganar sin invertir, saltando de una ciudad a otra como burla a los sentimientos apasionados del fútbol y al soporte fundamental del juego y el espectáculo que es el público.
Desdeñando la fórmula mágica para producir campeones que identifica los propósitos colectivos y penetra con profundidad en el corazón de las tribunas.
Cambiar de sede es un trámite fácil por la debilidad en los requisitos de una entidad sin liderazgo, la Dimayor, que defiende a sus dirigentes y desdeña a los aficionados.
En el fútbol, en nuestro fútbol, las relaciones sentimentales y regionales, el amor a sangre y fuego, los amores eternos, ya no son irrompibles, desaparecen lentamente.
Valledupar ahora está en Soacha. Chico tuvo como sede a Bogotá. Alianza Petrolera, es Valledupar. Tigres quiere ser Sincelejo. Cortuluá es Inter de Palmira. Águilas amenaza con irse de Rionegro. Y el Once Caldas no oculta su interés por marcharse, cualquier día, a Itagüí.
Patético ha sido Cadena con su Cúcuta, al amparo de quienes respaldan sus despropósitos. Alguna vez jugó en Zipaquirá.
Amenazante el fallecido Gabriel Camargo en el Tolima, quien pretendió varias veces alejarse de Ibagué cuando faltó el apoyo oficial.
Desarraigo e irrespeto. El dinero que se traga la afición. El juego cruel con los sentimientos que aleja el público de sus estadios.
¡Qué horror!
Aunque es mi ídolo me declaro cansado de Messi, exaltado en su decadencia como el mejor del mundo por enésima vez, con premios injustificados, superado en el reconocimiento popular por futbolistas que irrumpen y se consolidan en la vitrina mundial.
Lástima. Así se diga lo contrario, premian las autoridades del fútbol, con votaciones tan sospechosas como los cacareados sorteos de los calendarios, desde el mercadeo y no desde la meritocracia, lo que contribuye a desnaturalizar el fútbol desde su calidad.